Eramos ese
tipo de familias que son todos flacos; no esa flacura distintiva de la falta de
comida sino más bien la flacura que inspira derrota. Mi mamá, desempleada hace
ya unos 7 años, surfea épocas de depresión galopante que con mi viejo debemos
tolerar y acompañar pero, en el fondo, sé que él ya está harto. Mi vieja no
come, a veces un sanguchito o una porción de pizza. La panza es por la cerveza
o el vino o el fernet. Está deprimida desde que la conozco, creo que todo empezó
con el post parto. A mi vieja le vendieron la maternidad de cuento de hadas.
Nadie le dijo que su marido se iba a embarcar 6 meses seguidos para poder comer,
nadie le dijo que los bebes nunca paran de llorar. Yo en especial fui difícil.
Mi psicólogo dice que la falta de afecto materno en los primeros años de vida me
hizo como soy. No sé qué será pero no la culpo a ella. Ahora. Toda mi vida la
culpé, por todo. Nunca vi su depresión, nunca vi nada. Las siestas de domingo
hasta las 9 de la noche, el aliento a fernet a las 4 de la tarde. Mi vieja,
consumida por la depresión y la mediocridad. No hace falta mucho para quebrarla,
el termotanque que se rompe o quizás un corte de luz. Nunca la entendí, nunca
me propuse hacerlo, estaba loca no más. Resulta que no estaba loca, estaba deprimida.
Paralizada porque ya no era joven y nadie quiere contratar a una mujer de 55
años. Tampoco de 50 o de 47. Me tomó
años empezar a entender a mi vieja y quizás aún no la entiendo del todo. Pero
la comprendo, puedo ponerme en su lugar. Acercarme a mi vieja fue el primer
paso en mi camino hacia amar a las mujeres y desligarme de la competencia que
se nos impuso desde siempre.